Unos días después de haber ganado las elecciones en 2002, me encontré con Lula en Brasilia. Fue cuando me propuso ser su asesor especial de política exterior, pues estaba pensando en sus ministerios. Tenía una certeza: Dilma Rousseff para la cartera de Minas y Energía. Apreciaba sus conocimientos, su seriedad y su capacidad de trabajo.
Dilma causó una revolución en el sector energético que ayudó a derrotar al candidato de Fernando Henrique Cardoso. Su labor hizo que Lula la propusiera más tarde para ministra-jefe de gabinete. En el gabinete –una especie de coordinación de ministerios–, Dilma dio muestras de determinación y capacidad de trabajo, aliadas con una aguda percepción política. Su labor le hizo ganar credenciales como candidata del PT y de una amplia coalición de partidos para la sucesión de Lula en 2010.
Dilma ha ido construyendo su propia identidad, la de una economista cultivada.Su pasado es el de una joven militante que en los años sesenta se alista en la lucha armada contra la dictadura militar, lo que le costó meses de tortura y años de prisión.
La oposición y cierta prensa han intentado construir la imagen de una Dilma dura, fría, irritable, que se desvanece ante el contacto personal. Afable, revela una enorme curiosidad política e intelectual.
Hace unos días, en Londres, se lamentaba de no haber podido ver la retrospectiva de Matisse en Brasil. Se consoló, en la Tate Gallery, contemplando a Turner y a Poussin, dos de sus pintores preferidos.
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